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lunes, 13 de mayo de 2013

Impuestos ambientales ¿pagar para contaminar?

13/05/2013

Los impuestos por contaminación y despilfarro se aplican en el mundo desde hace décadas, sin embargo la situación ambiental no ha mejorado. El debate es ético e ideológico. ¿Cuál debería ser el límite? ¿Cuál el rol del Estado? ¿Qué políticas son necesarias?
Durante la última dictadura, la Argentina tuvo un sistema inverosímil por el cual las empresas podían elegir entre depurar sus efluentes o arrojar el veneno directamente a los ríos, previo pago de una módica cantidad. La opinión popular rechaza de un modo prácticamente unánime esta concepción.
En realidad, los únicos que están de acuerdo son aquellos que piensan que todo lo que nos ocurre en la vida puede ser expresado en cantidades de dinero. El punto de vista del común de la gente lo expresó bien uno de los asistentes a una conferencia en la que expliqué que en la Argentina de esa época se cobraba una cuota –o un impuesto– para dar permisos de contamine –¿Por qué hacerlo con este delito solamente? –dijo– Podríamos cobrar una tasa para autorizar cualquier crimen. ¿Cuánto cobraríamos por una violación? ¿Y por un parricidio? En tanto las cuestiones de medio ambiente no le costaban dinero a nadie, estaban, casi por definición, fuera de la economía. El valor de los bienes no dependía de su utilidad, sino de su escasez: el agua y el aire son gratis, aunque sean indispensables para la vida –se decía–, porque son muy abundantes. En cambio, el oro no sirve para nada pero es carísimo, porque es muy escaso.
Precisamente, los temas de medio ambiente entran en la economía cuando se comprueba que el agua y el aire, los suelos y los bosques, la fauna
y la energía, han pasado a ser escasos. Porque el problema era tratar de contemplar cosas que no se compran ni se venden en una economía de mercado. O, al menos, incluirlas en una teoría económica que centra en el mercado todas las acciones humanas. ¿Cómo conciliar la idea del mercado como bondadoso centro del mundo, con los tóxicos que quedan tirados en los ríos?
Al fin, después de mucho revisar en el desván de la teoría económica, aparecieron las “externalidades”.
En la década de 1930, el profesor Arthur Pigou había empezado a hablar de ellas, y las había definido como las relaciones entre unidades económicas (personas o empresas) que no ocurren a través de los mecanismos formales del mercado. La teoría incluía dos clases de “externalidades”: Pigou llamó “economías externas” a la situación en que alguien se beneficiaba por la acción de otro, fuera de los mecanismos del mercado. Un ejemplo es el de las tierras que se valorizan cuando se construye un camino que pasa junto a ellas. Las “deseconomías externas”, por su parte, son los perjuicios sufridos por algo que hace algún otro, sin pasar por el mercado. El ejemplo clásico dado por Pigou es el de una lavandería de Londres, que colgaba las sábanas en la terraza y eran ensuciadas por el hollín de la chimenea de una fábrica vecina, obligándolos a un nuevo lavado. Está claro que se trata de una relación económica entre ambos, aunque no se vendan ni compren nada el uno al otro.
A partir de aquí, todos los problemas del medio ambiente pasaron a ser considerados como “deseconomías externas”, desde el punto de vista de los perjudicados. En realidad, al viejo Pigou no le importaba para nada la ecología: estaba tratando de construir un modelo teórico que demostrara el “equilibrio general” y hete aquí que las ecuaciones no le cerraban. Resulta que estaba poniendo el dedo en la llaga: el fundador de la Economía Política, Adam Smith, había afirmado en 1776 que el egoísmo era la fuente de la riqueza de las naciones y muchos economistas seguían sosteniendo lo mismo. Decían que si cada uno se ocupaba exclusivamente de sus propios intereses, entre todos lograrían construir una sociedad más rica y más feliz.
Pero las ideas de Pigou representaron un duro golpe, por venir de alguien que hablaba desde adentro de esa corriente de pensamiento. Si alguien se hace rico envenenando un río, su felicidad no coincidirá con la de los demás. La economía oficial estaba descubriendo las contradicciones entre el interés individual y el interés social. Y aquí se abre un debate en que los distintos autores primero y los decisores políticos después, tratan de conciliar lo inconciliable. Lo primero es tratar de negar la existencia o la importancia de un fenómeno molesto. Uno de los autores (Tibor Scitovsky) describe y analiza prolijamente el tema, considerando como “externalidades” los humos, ruidos, y otras molestias que sufren las personas. Pero a pesar de dedicarle un artículo científico, se pregunta en las conclusiones si las “externalidades” serán realmente relevantes. Piadosamente responde que existen diferentes opiniones entre los economistas.
Otro de los autores (Francis Bator) va mucho más allá, adoptando el supuesto de que a la gente no la afectan para nada los problemas de ruidos, humo, hollín, agua contaminada, y otros. Con esos datos construye un prolijo modelo matemático en el que no existen los problemas ambientales. Por su parte, Guido Di Tella hizo su aporte al debate afirmando que la noción de “externalidad” es uno de “los más evasivos conceptos del pensamiento económico”. Y agregó que “el concepto de externalidad es riguroso pero de dudosa relevancia en el mundo real”. Pero para gran parte de los economistas la solución ya estaba puesta sobre la mesa: había que establecer una política que cobrara impuestos a las empresas que generaran “deseconomías externas” (tales como la contaminación). El razonamiento era el siguiente: la contaminación representaba un costo que las empresas no estaban asumiendo. Había que lograr que lo computaran. Si no lo hacían, cobrarles un impuesto era una forma de meter la contaminación dentro de su estructura de costos. Se populariza un destrabalenguas que habla de “internalizar las externalidades”.

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